El amor a través de las letras
Figuras de la literatura transitan por aquel sentimiento que mueve a la humanidad y es el más universal de todos: el amor…
Leonardo Valencia: El amor imposible
Mejor distinguir el amor posible y el imposible.
El primero sobrevive, se abre camino y a su vez abre caminos. También se transforma. A veces muere o se diluye o se queda dormido y cuando menos se lo piensa abre los ojos y mira sorprendido cómo ha cambiado el mundo y sus protagonistas, que siguen juntos. Entonces el amor posible sonríe y se vuelve a dormir en la tibieza de los sobrevivientes.
¿Y el amor imposible?
Cada quien establece las coordenadas de imposibilidad: las distancias sociales, las distancias físicas, las distancias temporales, abismos difíciles por cruzar. Lo imposible es lo que no puede darse, o que para darse implica destruir el mundo en el que falta ese amor, y la destrucción no es garantía de nada. Sin embargo, lo más importante ya se dio: ver el amor y su imposibilidad.
Los amantes son gestores de lo imposible. No valen sucedáneos, ocultamientos, discreciones. El amor imposible no tolera medianías, reivindica su imposibilidad, acepta el desastre como la espera sin promesa, y calla. Chi ama assai parla poco, decía Castiglione: quien ama mucho, habla poco. Cada amor imposible acaricia sus muros enormes, y al mismo tiempo ilumina los territorios donde hace falta por su ausencia.
¿Es necesario hacer posible el amor imposible?
Sería distorsionarlo, cambiar su naturaleza, mutarlo hacia lo que nunca fue ni será: una energía visible que se diluye entre quienes lo contemplan. El problema no son los límites ni las fronteras ni los guardianes para el amor imposible. El verdadero y único problema es que no exista el amor imposible, que nunca aparezca o que no sepamos verlo ni escucharlo, que nunca toque a nuestra puerta para hacernos sentir mortales y, al mismo tiempo, inagotables, y que él, el imposible amor, existe exclusivamente para nosotros. Hacerlo posible cuando nació imposible sería desvirtuarlo, bajarlo de nivel, lanzarlo al abismo desde su altura. Por eso mismo es intocable e indestructible. Imposible amor.
Leonardo Valencia (Ecuador, 1969). Ha publicado La luna nómada, El desterrado, El libro flotante, Kazbek, El síndrome de Falcón, Viaje al círculo de fuego y Moneda al aire: sobre la novela y la crítica. Su novela más reciente es La escalera de Bramante (Seix Barral, 2019).
Oscar Vela Descalzo: El amor atraviesa la literatura
A lo largo de la historia de la literatura, el amor ha atravesado las páginas de todos los libros que han intentado describir o descifrar de algún modo la condición humana. Ya sea como una presencia volátil o como uno de sus tópicos esenciales, o bien se manifieste de forma silenciosa, latente o explosiva, el amor ha anidado desde siempre entre las palabras escritas como un órgano vital.
La literatura no sería la misma sin la Dulcinea del Quijote, sin Ulises y Penélope, sin Hamlet y Ofelia, sin Anna y Vronsky, sin Drácula y Mina, sin La Maga y Oliveira, sin Justine y Nessim, sin las musas y los númenes que han sido fuentes de inspiración desde tiempos inmemoriales para todos aquellos que han decidido despojarse lentamente del alma, de sus deseos y anhelos, de los sueños y las pesadillas, de los pensamientos límpidos y también de los más oscuros, a través de las palabras que una vez impresas y lanzadas al viento, nunca más volverán a sus dominios.
¿Qué sería de nosotros sin ese ser que en algún momento de la vida llega para habitarnos? ¿Qué destino absurdo nos esperaría al final sin aquella persona que restañó nuestras heridas, que cerró nuestras fisuras, que nos completó, nos elevó y nos complementó, que nos volvió su cómplice, que nos entregó esos momentos, aunque sea efímeros, de aquello que, creímos en algún momento, era la felicidad?
Y, sí, es posible que el tiempo nos provoque nuevas hendiduras, o que las viejas cicatrices se vuelvan a abrir. Es posible que esa presencia que alguna vez nos inundó se libere o nos libere más tarde por distintas razones, o que lo haga simplemente por la fatalidad de la muerte, pero incluso en esos trances, a pesar del dolor, el amor verdadero siempre nos dejará los recuerdos más importantes de nuestra vida. Al final, como lo definió Lope de Vega, “La raíz de todas las pasiones es el amor. De él nace la tristeza, el gozo, la alegría y la desesperación.”
Oscar Vela (Quito, 1968). Es autor de las novelas: El Toro de la oración; La dimensión de las sombras; Irene, las voces obscenas del desvarío; Desnuda oscuridad; Yo soy el fuego; Todo ese ayer; Náufragos en tierra. Su más reciente novela es Ahora que cae la niebla (Alfaguara, 2019).
Gabriela Ponce Padilla: Amor y escritura: paradojas de una materia indomable
Cualquier concepto del amor fracasa siempre en su intento de definir, como fracasa siempre el lenguaje al enunciar. Nombrar es un acto de pérdida: siempre queda algo afuera, algo que no alcanza a expresarse, algo que reposa silencioso en la potencia de toda experiencia. Desde que empecé a escribir quise aproximarme a la cuestión del amor, con el afán de rastrear el modo en el que me habitaba y sabiendo que naufragaría en esa narración. El amor no se deja capturar por la palabra, pero la escritura se empeña en comprenderlo, en ese afán tan necesario como fallido es que surge en mí una pregunta que ha moldeado toda mi búsqueda escritural: ¿Cómo se fraguó mi aprendizaje afectivo, mi forma de amar?
Entonces la escritura se tornó una práctica de desmontaje o de arqueología íntima para rastrear las formas en las que el amor se hace y se manifiesta en el cuerpo. El cuerpo que siente por primera vez el enamoramiento, el cuerpo que atraviesa la muerte del amado, el cuerpo que materna, el cuerpo que vive la separación y encuentra las posibilidades infinitas de su sexualidad, el cuerpo que se restituye por la amistad. Esas formas del amor que componen un paisaje tan vasto, atravesado siempre, irreparablemente, por el dolor de su imposibilidad. Será precisamente esa tragedia la materia capital de la literatura (ese gran fracaso que es siempre amar). El filósofo Alain Badiou en su texto Elogio del amor dice “hay en el amor un primer elemento que es una separación, una disyunción, una diferencia. Hay un Dos.” Ese carácter partido del amor -siento amor por un diferente, por alguien a quien seré incapaz de comprender- se presenta como otra de las paradojas de la esencia de la experiencia amorosa, no solo es indefinible el amor sino que frente a él se abre el gran enigma del otro y la ficción vuelve sobre esta materia indomable para arrojarse nuevamente a los territorios salvajes de su secreto.
Escribo para entender la experiencia irracional del amor, escribo para intentar conocer a ese desconocido al que amo, escribo para ensayar alguna posibilidad de desentrañar el misterio de lo que le pasa al cuerpo en el amor. Y todo el afán apasionado de la escritura reposa en esas tentativas siempre incompletas, siempre insuficientes.
Gabriela Ponce (Quito, 1978). Publicó el libro de cuentos Antropofaguitas, la obra de teatro Lugar, la novela Sanguínea (Editorial Severo 2019) que va ya por su segunda edición y se publicará este año en España.
Juan Pablo Castro Rodas: Ese monstruo llamado amor
No sé en qué punto de la vida, empecé a creer que el amor era una ficción, solamente eso, un relato que inventamos los seres humanos para creernos menos solos, o para otorgarle algún otro sentido a la permanencia, otro sentido que no sea necesariamente aquel que nos impone la propia existencia: nacer, crecer, institucionalizar el tiempo –a través del trabajo, el matrimonio, la procreación– y, sobre todo, idealizar el progreso.
El amor, por el contrario, no está asociado al progreso, es decir, a la imagen de un futuro mejor en términos económicos, sociales o simbólicos, porque el amor es lo que antecede, ese estado preliminar a su consumación, no el hecho mismo. Es el Cupido posmoderno que persigue a la víctima, no porque busque su dicha, no porque el amor suponga el estado de la felicidad, no, el Cupido posmoderno, quiere solamente burlarse del amor, engañando a la víctima que, presa de la pasión y la pérdida de conciencia, cree que todo es posible, que todo está por hacerse.
La complacencia del cuerpo del enamorado entregado a otro cuerpo –o a varios, si la mecánica de su amor así le permite– es en sí mismo el primer paso para la destrucción del amor, porque éste no es permanencia, sino fugacidad. Solamente en la eternidad del instante es factible la concreción del amor, en esos segundos vigorosos de potencia, pero como tal, fungible, como las pavesas que nacen del fuego.
El amor solo puede supervivir antes de serlo, mientras los amantes no han mancillado la piel y la memoria, cuando todavía no se han establecido los pactos de la lucha. Después, enfrentados ambos sobre el ring, ya no son más que lo que pudieron ser mientras evocaban ese futuro prometedor, envueltos, sin saberlo, por las llamas invisibles del destino.
El resto es ficción, y, sin embargo, sin el amor, sin esa maravillosa y perturbadora sintaxis del deseo, el mundo no tendría tampoco ningún sentido, vagaríamos todos como almas desvanecidas sobre campos de ceniza. Es el amor, en su furia monstruosa, donde la ilusión fantasmal tiene cabida, donde, por un minuto o un siglo, todo parece ser posible, todo está por decirse, todo está por inventarse.
Juan Pablo Castro Rodas (Cuenca, 1971). Es autor de los libros: Ortiz, La estética de la gordura, El Camino del gris, Las niñas del alba, La noche japonesa, Los años perdidos, La curiosa muerte de María del Rio, Miss Frankenstein, Los invitados, Crueles cuentos para niños viejos. En 2019 publicó la novela El jardín de los amores caníbales.
María Fernanda Ampuero: Volver a los diecisiete
La cosa es así: cuando creces pensando que la única manera de alcanzar la plenitud es por medio de otra persona y, de repente, te ves sola la única palabra que te viene a la mente es fracaso. El silogismo es el siguiente: no tengo pareja, he fracasado.
Ya puedes ganar medallas olímpicas, reforestar la Amazonía, crear un emporio, ir a la luna, ser el mejor ser humano que puedes ser. Si estás sola la palabreja te ronda como un fantasma: fracasada, fracasada, fracasada.
Esto no es congénito. Los bebés no nacen atribuyéndole a la soltería características decepcionantes, anómalas, enfermizas.
Lo hacen, sí, los cuentos de hadas que sólo pueden poner un punto final cuando el príncipe rescata a la princesa y se casan. Lo hacen tus familiares al compadecerse de aquella que no “logró” casarse llamándola solterona. Esa palabra, decirla, tiene algo de asqueroso, como morder un bicho. Lo hace tu mamá cuando se compadece de la que no pudo “rehacer su vida” como si fuera un jarrón que se rompió más allá de lo reparable y tuvo que irse a la basura. Lo hace la sociedad cuando lo único que celebra de las famosas es que por fin –POR FIN– pasará por el altar.
No me malinterpreten, yo he estado enamorada y sé que no hay mejor sensación. Es, en palabras de Violeta Parra, volver a los diecisiete después de vivir un siglo. Sueño con volver a sentirme como una adolescente, caminar en las nubes, pensar que soy capaz de todo, que brillo, pero mientras pasa, si es que pasa, no quiero sentirme un fracaso, no quiero estar en pausa, no quiero que me compadezcan ni compadecerme.
Amo amar, amo ser amada. El problema es que la idea del amor romántico y la pareja como única posibilidad de realizarnos hace que le tengamos tanto miedo a la soledad que aceptemos maltrato, violencia, mediocridad, dolor. Eso no es amor, caramba, eso es cárcel.
El problema, digo, es que la única forma de amor que es válida es la de pareja y no el amor de los amigos, el amor por lo que haces y el amor más grande de todos: el amor a una misma.
También eso es volver a los diecisiete: sentir que acabas de descubrir un mundo y que ese mundo te pertenecerá para siempre.
María Fernanda Ampuero (Guayaquil, 1976) es escritora de ficción y no ficción. Su último libro es Pelea de Gallos (Páginas de Espuma, 2018).
FUENTE: cosas.com.ec
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