Encuentro | Por Jesús Fuentes y Bazán | Colaborador
Lo vi venir, supe era él, lo esperaba en la esquina de Salvatierra y Gómez Farías, sentada en el macetero bajo la sombra de las benjaminas, muy cerca de la casa de mi tía. Le había enviado mensaje por el celular dándole la ubicación, las calles a recorrer.
Estaba inquieta, lo confieso; el calor sofocante de junio y los nervios me provocaban un sudor copioso.
Cuando detuvo la marcha del automóvil y bajo la ventanilla, mis piernas se negaban a cruzar la avenida, me pedían regresar a casa… cerrando los ojos imaginaba mi huida, paralizada en la banqueta me veía a kilómetros de distancia.
Sin embargo la voluntad y mi corazón me gritaban ve, camina hacia él. En mi cabeza escuchaba a mi abuela decir: “ándale mijita, no seas ranchera”. Estaba intranquila, apretando los puños y tomando un profundo respiro avance poco a poco; el nerviosismo se reflejaba en mi rostro, lo sentía, a pesar de tratar de ocultarlo tras una sonrisa. Con cada paso mi corazón se aceleraba, percibía sus latidos agolparse en mi garganta.
Ya no era ese día de Noviembre del 2021, jueves once para ser exactos; lo recuerdo bien por las enchiladas michoacanas que hice para la comida. Puse los trastes a remojar para quitarles la grasa antes de lavarlos. Tome el celular para distraerme un poco, estaba fatigada, esas enchiladas fueron bastante laboriosas. Recostándome en el sillón de la sala entre a Facebook, fisgoneando un rato, entre memes, anuncios, cadenas de oración y montón de canciones románticas, clave la mirada sobre una imagen que se apodero de mí, quitándome la intención de seguir deslizando hacia arriba y continuar husmeando en la red, era Santiago (así estaba etiquetado su nombre) hacia escasos minutos la había compartido un conocido que me enviaba solicitud de amistad de manera persistente, la verdad no tenía intención de aceptarlo, no me interesaba tenerlo entre mis contactos (por arrogante), sin embargo era tanta su insistencia que termine por ceder.
Ahora comprendo que era el destino haciendo de las suyas, de otra forma quizás jamás hubiera coincidido con él. Lo vi, su rostro parcialmente oculto detrás de un cubre bocas, sus manos sostenía uno de sus libros. Sus ojos me cautivaron, a tal grado que por instinto allane su muro para saber más de él, hurte su fotografía, desde ahí, no lo solté.
Ahora estoy aquí emperifollada con mi vestido índigo y las piernas cruzadas temblando como gelatina, montada en su auto con rumbo desconocido… pero contenta ¿contenta? No, que va, ¡estoy feliz! Ya no es alguien a kilómetros de distancia tras la pantalla de un celular; está a unos poquísimos centímetros de mí, es inevitable el no sentirme como una adolescente en su primera cita, sin chaperón, despachando suspiros cada que lo miro de reojo con su vista al frente y una mano en el volante…
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